Bienvenido / Napaykullayki / tere§uahe porãite

Este espacio quiere ser el riego constante de una actitud: la actitud intempestiva. Aunque es evidente la referencia a mi autor predilecto, Friedrich Nietzsche, no se reduce a su actitud. El intempestivo es aquel que afirma y se afirma más allá del receptor presente. En nuestro tiempo, lleno de discursos apocalípticos, tiempo que se caracteriza en los textos más antiguos (escritos en sánscrito) con el nombre de Kali yuga, y para colmo en occidente -este occidente al final de todo- en el que nuestro interlocutor encarna la náusea, que mejor que ser intempestivo. No esperar nada. No esperar a nadie (¿cuánto hemos esperado ya?). Afirmar: afirmarse. No se pretende guiar a nadie hacia una creación sectaria-destructiva -ya nos conjuramos tácitamente y caminamos con hediondez de buen ganado, nárcotico en mano, hacia la desaparición- se trata de una actitud en relación a lo único que nos permite una digna "arqueología": el arte y el pensamiento. Palabras que le hablan a la posteridad, porque el receptor ya nunca está presente. Palabras limpias que se saben ensuciar. Palabras fuertes, valientes y ensangrentadas. Palabras intempestivas.

Imágenes para pensar

Imágenes para pensar
Miro el bosque y nos veo: nuestro bosque no tiene raíces, las tiene cada uno de los árboles. Por eso vivimos en el desarraigo...

Raíces de lo intempestivo en el Homo Sacer


Lo más arcaico, originario del ser humano, es el "homo religiosus". Para el positivismo, lo que llamaba "pensamiento mágico-religioso" era la infancia de la humanidad.

La tesis de Mircea Eliade, con la que no podemos estar más de acuerdo, es que el hombre profano procede del hombre religioso y no al revés. Buscamos pues, en este "homo sacer" la dimensión de "lo sagrado", "lo santo". Zubiri decía -con razón- que en el hombre hay una inquietud congénita. Esta inquietud a la que se refiere Zubiri se da en el hombre por dos razones. La primera es que el hombre está cercado por el misterio, el enigma, lo arcano. Esto es, que la inteligencia humana choca con límites, con cuestiones que no tienen respuesta. La segunda es una razón ontológica: el problema de la contingencia. El hombre percibe en sí una carencia de ser, por eso se dice en ocasiones que la religión "sirve" al hombre "para gestionar la contingencia". Porque la religiosidad tiene que ver con la inmortalidad, con la vida eterna, el Ser. En este sentido, lo santo es lo Real, lo Absoluto. Lo que le falta al hombre lo tiene lo sagrado; el hombre lo busca porque anhela la plenitud de vida, la Paz. Todo esto se modula bajo la clave del temor. Por eso los antiguos decían que el origen es el miedo antropológico. El hombre busca consuelo, protección, seguridad en los dioses.

Desde una perspectiva existencial, son dos fundamentalmente las incógnitas. Primero, el origen de la vida, del Cosmos, los relatos de la creación... algo que no puede resolver la inteligencia. En este sentido, para la antigüedad el misterio no es tanto la muerte como la vida (tanto la filosofía como la religión nacen de la admiración. Segundo, el Fin -cosmológico e individual-, con una doble connotación. Por un lado la Muerte, central en la religiosidad primitiva, así como la cuestión de la frontera entre la vida y la muerte. El miedo ancestral no es a los dioses sino al regreso de los muertos. En un sentido cosmológico: relatos del Fin del Mundo, mitos de regeneración cósmica, muerte cíclica del cosmos... Por otro lado, la Meta, si la vida humana tiene un sentido, un télos. Si la vida tiene un Fin tiene un programa de vida para el hombre religioso. Así, el mito existe cuando existe un modelo a imitar: héroes, fundadores, santos... la Finalidad pasa por un modelo ejemplar. Para el hombre antiguo no se trata de vivir a toda costa (como hacemos nosotros), sino de alcanzar la plenitud de vida.

Podemos afirmar que el pensamiento mágico-simbólico es un lenguaje elaborado por la fantasía, con base imaginativa. No discursivo-racional ni lógico (en el sentido del logos griego) sino Mágico, porque la unión de lo humano y lo sagrado se formaliza a través de un ritual mágico. Pero de todo esto no se deriva una ciencia, una episteme, una teoría. Alberga una sabiduría, no teórica ni práctica, sino vivencial. No es algo que se adquiera por experiencia, es algo en lo que se cree, tiene un elemento fundamental de creencia. Es la vivencia (de la tradición) que tenemos cuando somos niños, a partir de lo que hacen y viven nuestros padres. En este sentido, cuando hablamos de religión hablamos de conciencia infantil, porque la inteligencia no llega al Fondo de las creencias. Las creencias son sociales y comunitarias a la vez que individuales (los dioses por lo tanto no son privados o individuales). De este modo, la creencia que se ratifica en el marco de una vivencia destila una sabiduría, una creencia vivida. Podríamos caracterizar pues, la sabiduría, como la "Fe de los mayores" (no en vano, la gente tenía la religión de sus padres). La importancia de esto radica en el hecho innegable de que la creencia determina la vivencia del mundo. Así, cuando uno es niño tiene creencia pero no conocimiento de la creencia (conciencia pero no autoconciencia). La creencia infantil no es consciente, no es sabia, pero es plenamente verdadera, porque lo que las creencias transmiten también es conocimiento.

Por lo tanto, la sabiduría en tanto que vivencial, hay que encarnarla y vivirla. No se puede entender lo religioso si no se vive, sólo nos podemos acercar a la religión desde adentro. Hay en esto, evidentemente un problema metodológico, sin vivirlo no se puede entenderlo. Así es que si existiera un hombre profano (nosotros decimos, con Eliade, que esto no es posible) se le volverían incomprensibles todas las religiones a la vez.

Lo que las religiones pretenden conferir es salud, buscando una unión con lo sagrado. Es lo que se llama santidad: conseguir que lo humano y lo sagrado se unan. Nos preguntamos aquí ¿qué tipo de lenguaje puede conseguirlo? ¿qué tipo de acto? Y la respuesta es: el lenguaje simbólico. No es que el mundo vivible remita a lo invisible; el templo no es símbolo de refundación del Cosmos, es la refundación real del Cosmos. Por lo tanto, su presencia es real. Lo simbolizado está en la parte simbolizante. Y de esta forma, no es posible una concepción religiosa del mundo sin una concepción mágica del mundo.

En "Lo sagrado y lo profano" Eliade afirma que el mundo religioso se caracteriza por la distinción entre lo sagrado y lo profano. En este sentido, la hierofanía es la revelación de lo sagrado al hombre (entendemos, sólo el fundador de una religión o un poeta). En esto, precede la intervención de lo sagrado en el mundo. La hierofanía o epifanía es así una demarcación entre el espacio y el tiempo sagrado y el espacio y el tiempo profano. Ése es el sentido de la palabra templum, una demarcación que da lugar a la Fiesta y al Ritual. La demarcación es también una cosmología, el mundo físico es sólo una región del cosmos, en el que también se encuentra el inframundus y el supramundus. Y en este sentido, el Rito es un ascenso y la prueba es un descenso. Podemos afirmar pues, que el hombre religioso tiene conciencia espacial de lo sagrado, como afirma Simone Weil en su obra "Gravedad y gracia".

Y la Fiesta es un corte, el tiempo del trabajo es el tiempo del laborador, el tiempo profano por excelencia. Contrariamente, en el tiempo del ocio se reúne la comunidad, se realiza el rito, el sacrificio, porque si lo puro es lo real y lo sagrado, y el hombre tiene una carencia de ser, tiene que sacrificar a los dioses lo mejor de sí mismo. Hay aquí un "comercio" entre el hombre y lo sagrado, pero no es un trato entre iguales, no da para que le den. Ofrece lo que los dioses le han dado, lo que ya es propiedad de los dioses desde el alba de los tiempos.

Max Ernst, el artista chamán.


Patrick Waldberg describió a Ernst como un chamán “invocador de espíritus ocultos y agente de secretos profundos”. Ernst estaba muy interesado en el chamanismo y conocía la literatura chamánica antes ya de conocer la obra de Mircea Eliade El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis, publicado en 1951. Antes de ver en qué consiste el concepto de “artista-chamán” en la obra de Max Ernst, daremos unas pinceladas de lo que significa la figura del chamán –concepto muy complejo y diferente dependiendo del grupo del que hablamos– en un sentido amplio. Según la definición de Alfred Métraux en 1944, un chamán (palabra de origen tungu, en Siberia) es “todo individuo que en interés de la comunidad, emprende como profesión una relación intermitente con los espíritus o es poseído por ellos”.

El Chamán produce imágenes procedentes de una mente en estado de alucinación. Las imágenes eran una conexión, con el mundo espiritual chamanístico y representaban cosas que había visto el chaman durante su alucinación. En este sentido, Max Ernst hace referencia continua a sus alucinaciones como origen de imágenes para sus obras. Los chamanes, podrían autoinducirse el trance utilizando varios métodos; incluidas las drogas y la hiperventilación; acompañado por el ambiente; cántico, danza… A medida que el trance se hace más profundo, el chaman comienza a temblar, con sus brazos, y el cuerpo, vibrando, mientras visita el mundo de los espíritus. La alucinación le permite a su alma abandonar el cuerpo en forma de pájaro (por la noche) ya sea para matar a una persona lejana, ya sea para recuperar el alma de una persona enferma. Sin embargo, el chamanismo no es ninguna manifestación patológica sino que se trata de una técnica de comunicación con el mundo de los espíritus. En este sentido, Max Ernst consideraba que tanto el artista como el chamán basan sus habilidades en una visión distinta de lo ordinario. De hecho el dice que al hacer muchas de sus obras lo “único” que hacía era fijar su alucinación.

Asimismo, la vocación chamánica responde a menudo a una llamada sobrenatural que en muchas culturas amerindias u oceánicas viene dada por la señal que manifiesta un pájaro. En los Bororos (Brasil) por ejemplo, el que ha sido elegido para recibir los “poderes” encuentra en el bosque un pájaro que se posa al alcance de su mano y a través de él un espíritu bajará sobre él y hablará por su boca. A partir de ese momento, obedecerá las instrucciones de un espíritu y escuchará sus cantos para dominar todos los secretos de la magia. Max Ernst expresa la dificultad humana de ascensión, de “recibir a los pájaros” que simbolizan el espíritu. En este sentido, el pintor se muestra como una especie de profeta cuando dice “por encima de las nubes camina la medianoche. Por encima de la medianoche vuela el pájaro invisible del día.” Hay un misterio al que no podemos acceder si no hay una ascensión espiritual. Ernst puebla sus bosques de criaturas voladoras en honor de este ser invisible. Pone de manifiesto el secreto de una creación aparentemente simple.

Convertirse en chamán es un proceso de aprendizaje. Y en el último día de éste, el novicio “muere”; es decir que su alma abandona el cuerpo. Su maestro entonces (que puede ser su espíritu) vuela en busca de su alma y la vuelve a traer a la tierra para que el novicio “resucite”. A partir de ese momento, puede ejercer de chamán. Asimismo, no hay que olvidar la dimensión curativa de su actividad.

Max Ernst compartía plenamente la concepción que del creador tenían los surrealistas. Para ellos, el creador es el que el que es capaz de descubrir las obras de arte que ya están la realidad. El surrealista es un espectador de la realidad que la vive de manera diferente, aceptando que entre los sueños y la vigilia hay una continuidad y no una discontinuidad. En Ernst, se trata de desvelar lo oculto, las fuerzas ocultas y creativas de la naturaleza. El surrealismo se funda en la idea de que existe un nivel de realidad superior conectado con formas de asociación hasta el momento olvidadas, ocultadas. El ideal primitivo conectaba para Ernst con ese nivel de realidad superior al que la cultura occidental ha imposibilitado su acceso. Decepcionado por una civilización en que el “lado consciente” está poblado de contradicciones, se dirige a las zonas inconscientes no como huida, sino como transformación. Saca a la luz valores que la sociedad se empeñaba en negar. En este sentido, hay que tener en cuenta que Ernst descubrió que los pueblos primitivos no hacen una distinción radical entre naturaleza y cultura como occidente; todo es cultura, han trabajado culturalmente su entorno y el equilibrio con éste. De este modo, el concepto de naturaleza no existe en estas sociedades sobretodo, si hablamos de “naturaleza” en sentido occidental: algo que hay que dominar y de lo que hay que distanciarse para constituirse como civilización. Al contrario, Max Ernst quería situarse en esa visión chamánica primitiva de contemplar paisaje y animales, todo el entorno, como si estuviera compuesto de seres con los que se puede interactuar. Es decir, hablar con los árboles, con los pájaros… lo que significa conocer los secretos de la naturaleza y del hombre. Por eso en sus visiones de la naturaleza siempre hay formas vivas, seres enigmáticos envueltos en un ambiente mágico, de misterio. Da la sensación que tengamos que adentrarnos para descubrir un secreto oculto: como hace el chamán, que pasa de ser mero observador de la realidad a formar parte de la interdependencia del mundo natural.

Más allá de todo lo dicho, hay una identificación clara de Max Ernst con la figura del chamán cuando relata su nacimiento en su autobiografía. Lo relata de este modo:

“El segundo de Abril de 1891 a las 9.45 am., tuvo su primer contacto con el mundo sensible cuando salió de un huevo que su madre había depositado en el nido de un águila y que el pájaro había empollado durante siete años”.

Aquí hay algunos elementos que pueden ser destacados. En primer lugar, el hecho de nacer de un huevo incubado por un águila, se encuentra en los relatos chamánicos. El hecho de que sea un águila y no otro pájaro, también es indicativo de inspirarse en la literatura chamánica, donde se considera el padre del primer chamán. Y por último el hecho de que sean siete años también hace referencia al número siete, de gran importancia en ritos chamánicos en distintas partes del mundo.

Max Ernst, en sus obras, al transformar cualquier cosa en otra (como si fuese un chamán con poderes sobrenaturales para mezclar, combinar y transformar las relaciones entre las cosas) consigue hacer brotar lo inesperado, lo maravilloso. Pero el artista como el chamán, pasa a ser un receptáculo del automatismo universal, no un creador. Los propios surrealistas dicen que “no tienen talento”: el yo creador desaparece y hay una valoración de la experiencia artística como tal. Oponiéndose a la expresión “creación artística” Ernst cita en su autobiografía a Jean Bazaine, con quien dice que encuentra “ciertas afinidades con la actitud que desde tiempo atrás había adoptado”:

Lo elemental hacia lo que tendemos oscuramente es, como la propia tierra, el resultado de innumerables capas de materiales vivientes. La verdadera sensibilidad se inicia cuando el pintor descubre que los latidos secretos del árbol, la corteza y el agua se hallan emparentados, que las piedras y su rostro son hermanos gemelos, y, contrayéndose así lentamente el mundo, ve aparecer bajo esta lluvia de apariencias los grandes signos esenciales que son a la vez su verdad y la del universo (...) No se trata de dirigir a la naturaleza vagas señales amistosas, sino, muy exactamente, de asentir a ella, de hacerse cargo de la pesantez de su contenido y de sus intenciones.”

Ernst busca en la figura primitiva del chamán la inmediatez con la naturaleza y sus fuerzas espirituales ocultas. Persigue la negación de la mediación entre hombre y mundo operada por la racionalidad occidental. Sin embargo, no olvida las dificultades de llevar a cabo esto en el occidente industrializado y desarraigado. No toda su obra es expresión de armonía. Por ejemplo, en "La alegría de vivir" de 1936 con título totalmente irónico, pone en cuestión la idea de armonía entre hombre, animales y plantas: la naturaleza es indiferente a las normas humanas. Vemos en la parte inferior a unas mantis religiosas que devoran al macho después del acto sexual. La vegetación es tan desbordante que asfixia.

Un intempestivo: Michel Foucault (I)



Todo estudio analítico, toda mirada acomodada entre un sujeto que la proyecta y un objeto que la recibe, tiende a unificar, a ensamblar, a uniformar. Todas ellas, palabras peregrinas en el camino de Michel Foucault, que a lo largo de los años se impuso la exigencia de ir desprendiéndose de sí mismo, a medida que se reescribía a sí mismo y ponía en práctica un cuestionamiento radical de su propio discurso, dando como resultado final una pluralidad de trabajos y experiencias difíciles de capturar o tan sólo fotografiar en un sólo cuadro, con un sólo objetivo. He aquí la gran dificultad y desafío que presenta abordar la obra de este no-autor, como él mismo se presentaba, rechazando la noción hermenéutica de “autor” a la que a pesar de todo sucumbió después de muerto y para toda la posteridad en libros, artículos, conferencias y coloquios, en una suerte de traición irremediable
[1].

Siempre eludiendo el epígrafe de “filósofo”, al conjunto de su obra se refirió su compañero personal e intelectual Gilles Deleuze como “una de las filosofías modernas más importantes”. Presumiblemente sazonado en París, aquel joven “de provincias” nacido en Poitiers, observaría acaso la garbosa torre del lycée Henri-IV sin sospechar que allí dentro, donde se prepararía para entrar en la Ecole Normale Supérieure, se comenzaría a perfilar su rumbo, marcando el pensamiento del siglo XX. Allí asistiría a las clases sobre Hegel de Jean Hyppolite, uno de los principales introductores del filósofo alemán en Francia, y maestro especialmente admirado por Foucault, a quien le dedicaría más tarde su texto “Nietzsche, la Genealogie, l’Histoire” (en “Hommage a Jean Hyppolite”). Durante toda su vida, la figura de Hyppolite estaría presente, recordando una y otra vez el carisma de aquel profesor que reencontraría en la Ecole Normale y en el Colège de France donde le sucedería tras su fallecimiento en 1968. Más allá de la admiración que le despertara, en repetidas ocasiones Foucault reconoció en sus obras –sobretodo en las primeras como Folie et déraison: Histoire de la folie à l’âge classique– la huella de Hyppolite, así como de Georges Dumézil y Georges Canguilhem.[2] “Pienso que es con Jean Hyppolite con quien me liga una mayor deuda”[3], afirmaba Foucault. Palabras pronunciadas en la Lección inaugural en el Collège de France dirigidas no sólo al contacto con Hegel que gracias a Hyppolite tuviera lugar, sino principalmente a lo que constituía una enseñanza del “oficio”; el enfrentamiento con Hegel y sus consecuencias. Foucault había aprendido gracias a él de los vericuetos del pensamiento post-hegeliano y el peso que ejercía el filósofo alemán, y gracias a los trabajos de Hyppolite, hasta de las fronteras del hegelianismo y de la misma filosofía.


¿En qué sentido las modalidades de historicidad son modalidades de poder? ¿Pueden trabajar la arqueología y la genealogía para llevar a cabo un diagnóstico del presente? ¿Hasta qué punto su proyecto puede seguir vigente? Las hipótesis que me planteo están dirigidas hacia una actualización de la obra de Foucault con el propósito de examinar las herramientas que aportó con su obra y así poder valorar su capacidad de análisis en el momento histórico presente. Esto se deriva del mismo espíritu foucaultiano quien reivindicaba como forma de crítica un diagnóstico de nuestros problemas actuales, la pregunta dirigida al presente, lo que denominaba una “ontología de la actualidad”, en este sentido una ontología histórica (frente a la ontología trascendental). Para el autor francés se puede seguir la línea histórica de este “giro” en la filosofía, partiendo de un primer gesto en Kant que situó la pregunta antropológica en un horizonte histórico. La propuesta de Foucault resulta interesante en el sentido de que pretende devolver al “saber” su historicidad y exige una labor de “desaprendizaje agresivo”, una labor que comprende una fase negativa para desprenderse de nociones empleadas por la historia de las ideas y de las cuales estamos totalmente impregnados. Hoy, cuando parece que se pierde la dimensión histórica y nos movemos en niveles de abstracción desmesurados parece un elemento de su obra ciertamente rescatable. En este sentido, es preciso un estudio de la construcción de las formas de subjetividad que han tenido lugar a lo largo de la historia, puesto que la pregunta moderna desde la que parte Foucault es la pregunta por el sujeto (más que por una antropología que no contempla fenómenos históricos) y cómo ha sido objetivado este sujeto a partir de invenciones históricas que debemos buscar en prácticas sociales y discursos. Esto significa que la concepción del sujeto que se encuentra en su obra no encaja en ninguna de las filosofías anteriores. Se trata de un sujeto configurado por unas prácticas sociales; intentaré descubrir cuáles son los mecanismos mediante los cuales en nuestra cultura el sujeto en tanto sujeto, puede convertirse en objeto de conocimiento. Mi análisis se dirige a estudiar, a través de los propios textos de Foucault, los momentos de objetivación y subjetivación y a caracterizar los ámbitos en los que desarrolló la historia crítica del sujeto. Asimismo, una de las líneas de trabajo que me propongo seguir parte del interrogante de si efectivamente el análisis arqueológico nos conduce “del saber al poder”. Es decir, examinar la relación entre las prácticas discursivas y las prácticas institucionales no discursivas, que a priori parecen mantener una reciprocidad. De modo que nos situaríamos en una puerta de entrada a una fase posterior al diagnóstico: la acción, en el sentido de que podemos preguntarnos cuál de las dos prácticas debe tener una prioridad sobre la otra, o bien si debe ser así. Y en última instancia, preguntarnos qué es el saber en este análisis, pregunta que se antoja necesaria si pretendemos averiguar cuál es el objeto de la arqueología. Partiendo de esta narración intentaré comprender el razonamiento que sigue Foucault para dar una respuesta a la pregunta por el problema del saber y la razón de ser de la arqueología. Esto es, el estudio del tema del poder en la obra de Foucault, que está latente desde un inicio en la Histoire de la Follie para reaparecer al final de su obra desde una nueva óptica. Analizar el concepto del poder en la obra de este autor, en la que se contemplan las exclusiones que se derivan de la imposición de un modelo pretendidamente universal, parece necesario si quiero responder a las hipótesis iniciales. La pregunta de fondo es ¿cómo neutralizar o superar las estrategias de poder que Foucault constata? No se trata sólo de un espacio de reivindicación política: esas estrategias producen unas formas específicas de racionalidad y descartan otras. Siguiendo esta reflexión acerca de la historiografía, intentaré reflexionar acerca de la noción de genealogía, que reúne mucho del cuerpo teórico y el espíritu de este autor. Su caracterización en su texto Nietzsche, la Généalogie, l’Histoire nos aporta un indicio: “es descubrir que en la raíz de los que conocemos y de lo que somos no están en absoluto la verdad ni el ser, sino la exterioridad del accidente.”


El procedimiento genealógico nos acerca a esa mirada intempestiva, a la mirada de aquel que se niega a ser del todo comprendido en su tiempo, en la medida en que lo intempestivo es aquello que no se puede pensar del todo.[4] Tomando como referencia un pensamiento sin duda intempestivo, el propósito del estudio está dirigido al rumor del presente, a las posibilidades de remover la tierra y agitar los cimientos de las seguridades sobre las que caminamos hoy. En definitiva a tomar como objeto de estudio una peculiaridad del pensador francés: el pensamiento crítico encaminado a propiciar la transformación de nuestro pensamiento. Las preguntas de las que parto tienen como origen la sospecha acerca de actitudes contemporáneas que tal vez descansan, como pudo comprobar Foucault en sus análisis, en estrategias que legitiman su existencia e impiden llevar a cabo quizás lo más característico de su obra: pensar de otro modo, detener la inercia de seguir heredando sin poder modelar la existencia desde un pensamiento nuevo y en última instancia, sin llegar nunca a constituir la propia identidad. Al fin y al cabo, Foucault nos permitió explícitamente abrir sus libros como “pequeñas cajas de herramientas” y eventualmente servirnos de sus ideas para neutralizar los sistemas de poder allá donde fuese necesario.


Para dejar de ser tal, entre otras cosas, este “bosquejo” debería adentrarse en las páginas publicadas con el título de Dits et écrits, apasionantes raciones de su pensamiento en las que Foucault, revisando su propia obra nos provoca, nos interroga y nos conduce a los más insólitos meandros del sugerente caudal de sus escritos, dichos y –también– silencios. Y en este sentido, se debería completar con el desplazamiento final en la obra de Michel Foucault de finales de los años setenta, momento de su trabajo conocido como “Hermenéutica del sujeto” –camino a través del cual el ser humano se convierte en sujeto– último desarrollo de la analítica del poder, donde expone el saber sobre la sexualidad y dilucida de parte a parte las bases de la noción de biopoder. Quede pues, para una próxima ruta de navegación, como mínimo tan fascinante como la que he recorrido en estas páginas.



[1] En este sentido es que Roger Chartier hará referencia en su texto Foucault lector de Foucault a la distancia que toma Foucault respecto a sus propios textos, convirtiéndose en un lector más (aunque sabemos que no lo es) que nos sugiere numerosas interpretaciones de su propia obra (idea presente en el estructuralismo), pretendiendo así desvincularse de la figura tradicional de “lector privilegiado” en tanto que autor. Con varios matices, en la misma posición en la que quería situarse, por ejemplo, Julio Cortázar en su novela Rayuela.

[2] ERIBON, Didier (1989) Michel Foucault (1926-1984). Anagrama. Barcelona, 1992. pp. 40-41

[3] FOUCAULT, Michel (1971) El orden del discurso. Tusquets. Barcelona, 1973. p.58

[4] El pensador Emilio Lledó expone una ilustradora experiencia intempestiva cuando afirma: “yo me siento intempestivo intentando romper la muralla de lo que se dice en los medios; estamos estableciendo nuevos “muros de Berlín”, aceptamos como normales situaciones irracionales, inmorales o, peor aún, amorales...” (Juan Cruz, “Un filósofo ha de ser intempestivo”, en El País (“Última”), Viernes 10 de agosto de 2007.

Lo que Giordano Bruno dijo a sus Verdugos

"Ah!... Prefiero mil veces mi muerte a vuestra suerte;
Morir como yo muero... no es una muerte ¡no!
Morir así es la vida; vuestro vivir, la muerte
Por eso habrá quien triunfe, y no es Roma ¡Soy Yo!
Decid a vuestro Papa, vuestro señor y dueño,
decidle que a la muerte me entrego como un sueño,
porque es la muerte un sueño, que nos conduce a Dios...
Mas no a ese Dios siniestro, con vicios y pasiones
que al hombre da la vida y al par su maldición,
Sino a ese Dios-Idea, que en mil evoluciones
da a la materia forma, y vida a la creación. (...)
¡Mas basta!... ¡Yo os aguardo! Dad fin a vuestra obra,
¡Cobardes! ¿Qué os detiene?... ¿Teméis al porvenir?
¡Ah!... Tembláis... Es porque os falta la fe que a mi me sobra...
Miradme... Yo no tiemblo... ¡Y soy quien va a morir!"

(Un agradecimiento a Mar Álvarez)

Decir la verdad

El hombre es un ser débil frente a la verdad radical y frente a la propia naturaleza. Para disimular y superar su inferioridad respecto a otros seres vivos, más afines a la naturaleza, el hombre ha desarrollado su intelecto, como método de conservación. Los hombres, además han querido vivir en sociedad y para ello han creado una suerte de pacto de paz donde se establece qué debe ser verdad. En ese mismo instante han establecido, también, qué es mentira. Estas verdades establecidas son de orden lingüístico, pero su sedimentación a lo largo de la historia las ha convertido en leyes casi divinas, proporcionándoles una autoridad absoluta. Sin embargo, sólo son convencionales, giros del lenguaje consolidados por el paso del tiempo. Esta genealogía del instinto de verdad fue desarrollada por Nietzsche en la época de El nacimiento de la tragedia en una breve obra, no publicada en su día, que tituló de Introducción teorética sobre la verdad y la mentira en sentido extra moral. En ella denuncia el lenguaje como responsable de la ilusión de verdad. Su arma arrojadiza es la genealogía; con ella Nietzsche quiere señalar la "mala fe" original que encubre la verdad radical con verdades establecidas. Así se comprende por qué Nietzsche se dedica a desmentir más que a "decir" la verdad. La verdad radical es indecible. Decirla significa encubrirla. Sólo intuitivamente, a través de la música, se puede "decir" la verdad. Nietzsche intuye esa verdad radical, pero no habla de ella más que en raras ocasiones y siempre en un estilo poético, indirecto.

Buscando la Raíz del Arte...

Existe quizás un realismo olvidado... el realismo de aquellas cosas que se viven en el espíritu, en la imaginación y que en ellos son reales y vivos pero no pueden compartirse físicamente, no pueden ser expresados en un escenario ni fotografiados en un film o en una imagen; sólo en el espacio de lo imaginario, aquel que existe en el espíritu de una intuición que vive de aquello que en ella se le deposita y fenece cuando quiere objetivarlo: en esta peculiar tensión de tener algo que sabemos es maravilloso y no poder dar más que la sombra de una imagen fugitiva, aquí es donde se halla la raíz del arte, sueño de un sueño que no sabemos si hemos tenido -o sufrido- y tampoco sabemos si es que lo sabemos y qué es lo que sabemos.